22 may 2016

El pozo mágico

Había una madre viuda que vivía con sus dos hijas: Alda e Hilda. La primera era fea, desatenta y perezosa; en tanto que la segunda era hermosa, atenta y laboriosa. La madre prefería a su primogénita, y señalaba para la pequeña las más pesadas tareas de casa.  

Un día en que Hilda, ya cumplidas sus tareas, hilaba junto al pozo, se pinchó un dedo y manchó el huso de sangre. Quiso limpiarlo, y el huso escapó de sus manos y cayó al fondo del pozo. La niña lloró mucho, y al enterarse su madre de lo que había pasado, le dijo que debía encontrar la manera de sacar de allí el huso. Hilda, al inclinarse sobre el brocal, resbaló y cayó al agua. Al llegar al fondo del pozo, se desmayó.

Cuando abrió los ojos, se halló en un lugar maravilloso. Vio cerca una encantadora casita de campo y a ella se dirigió.
Como nadie acudiera a su llamada, abrió la puerta y vio que en el horno se cocían muchos panes, que gritaban:

-  ¡Ya estamos cocidos! ¡Sácanos de aquí!

Hilda libró los panes de morir quemados, y siguió su camino, hasta que halló un manzano cargado de frutos que gritaba: 

-          ¡Mis ramas me pesan! ¡Sacúdeme para que caigan frutos maduros! ¡Sacúdeme!

Así lo hizo Hilda, y el manzano volvió a elevar sus ramas al cielo. Siguió caminando la niña, y llegó hasta una casita cuya dueña era una anciana con dientes tan largos, que le asomaban entre los labios. Asustada, iba a echar a correr, pero la anciana la llamó:

-          No te vayas. Quédate y yo te premiaré. Lo único que quiero es que hagas mi cama, mullendo el colchón para que las plumas vuelen como copos de nieve. Soy la vieja madre Escarcha.

La niña se quedó y allí fue muy feliz, porque trabajaba sin que nadie la rezongara. Pero un día sintió deseos de volver a ver a su mamá, y así se lo dijo a la vieja madre Escarcha.
-          Está bien – respondió la anciana –. Has sido muy buena conmigo, y yo misma te llevaré. Pero antes deseo darte algo.

Llevó a la niña junto a una pesada puerta que, al abrirse, dejó caer sobre ella una lluvia de monedas que se pegaron a sus ropas y zapatos. Después le devolvió el huso perdido, cerró la puerta, y entonces Hilda se halló sola y al pie de la puerta de su casa. Al verla, el gallo cantó libremente: “¡Quiquiriquí! ¡La niña de oro ha llegado aquí!” Al oírlo, Alda y su madre salieron corriendo a abrazar a Hilda, a quien creían perdida. Pero pronto empezaron a preguntarle de dónde había sacado aquellas riquezas. Hilda contó todo, y la ambiciosa madre pensó que su hija mayor podría sacar mejor provecho. Convenció a ésta para que probara fortuna y entonces Alda se puso a hilar junto al pozo; luego hizo como que se le resbaló el huso y lo arrojó al fondo del pozo. Luego bajó al fondo del pozo, y, todo sucedió igual como en el caso de Hilda. Despertó en el hermoso paraje y vio la casita donde se cocían los panes. Pero cuando éstos le pidieron que los sacara del horno, ella juzgó que la pala era muy pesada, y siguió camino. Halló luego el manzano cargado de frutos, que le suplicó lo sacudiera; pero Alda vio que era demasiada tarea para sus fuerzas y continuó su camino sin prestarle ayuda.

Así llegó a la casa de la madre Escarcha. La anciana le pidió que se quedara con ella y Alda aceptó. Pero pronto se cansó de cumplir con su trabajo, y dejó de hacer las camas y de mullir los colchones.

Cansada la madre Escarcha por la desidia de Alda, un día le dijo que ya no necesitaba sus servicios. La joven se puso muy contenta de poder volver donde su madre, y pensó que ahora tendría su recompensa. La anciana la llevó hasta la puerta, y cuando Alda salió, en lugar de oro cayó sobre ella una lluvia de alquitrán. La puerta se cerró y la joven se encontró muy cerca de su casa.

Al verla, el gallo cantó “¡Quiquiriquí! ¡La joven negra ya está aquí!” Al oírlo, corrieron a recibirla Hilda y su madre; pero grande fue su sorpresa al  ver a la joven embadurnada de negro de la cabeza a los pies. Y cuando la madre intentó protestar contra la conducta de la vieja madre Escarcha, fue la misma Alda quien le respondió:

-          No mamá. Solamente he recibido lo que merecía. No supe ser buena con los panes, ni con el manzano, ni con la madre Escarcha. Ni siquiera a ti te he ayudado nunca. Pero, de aquí en adelante, seré muy diferente.

Efectivamente, desde entonces Alda fue útil, atenta y laboriosa, como debe ser toda niña buena.   




Hnos. Grimm.

21 may 2016

El traje del emperador

Hubo un país muy rico que estaba gobernado por un poderoso emperador. Tenía fama de ser justo y bueno; pero poseía un defecto; padecía de una desmedida afición por los vestidos. Era tanta su vanidad, que en un mismo día cambiaba varias veces sus vestiduras.

Esta vanidosa afición le robaba mucho tiempo, y distraía su función de gobernante. Pero sucedió algo que le curó para siempre de su manía.

Iba a realizarse una fiesta muy importante y el emperador deseaba ponerse un traje que deslumbrara a cuantos concurrieran a la ceremonia. Llamó a los más afamados sastres para elegir la tela y el modelo; pero todo lo que le mostraron no lograba satisfacer plenamente su vanidad.

-¿Será posible –exclamaba el emperador –que no podáis ofrecerme lo que yo necesito? Es preciso que yo deslumbre a los asistentes.

Un cortesano se le acercó tímidamente y le pidió permiso para dar su opinión.
-Señor –díjole-, ayer estaba yo en el puerto y oí decir que habían llegado dos extraordinarios tejedores. Quizá éstos puedan lograr confeccionar lo que vuestra majestad necesita.

El emperador, de inmediato, dio orden para que le trajesen a aquellos dos hombres. En realidad, los tejedores no eran sino unos pillos, que al saber la extraña manía del emperador, deseaban sacar provecho de ella. Ya en presencia del monarca, se deshicieron en reverencias.

-Vuestra fama –empezó a decirles el emperador –ha llegado hasta mi palacio. Pronto celebraremos una fiesta importante. ¿Qué telas podéis ofrecerme para hacer el traje que debo llevar?
-¡Ah, señor! –contestó uno de los pillos-. La tela con que ha de hacerse el traje que debe llevar vuestra majestad no ha sido creada aún. Nadie la ha visto todavía, ni debe verla hasta que no sea absolutamente vuestra. Esa tela debe ser hecha especialmente para usted, y para hacerla, emplearemos un procedimiento secreto. Con esa tela le haremos un traje que será la admiración de todos. El emperador se llenó de orgullo y satisfacción al oír estas palabras que le dijo el falso sastre.
-Está bien –dijo por respuesta-, sólo falta ahora que me digáis en qué consiste lo raro de esa tela y qué necesitáis para tejerla.
-Señor, la tela es, en sí, maravillosa. Debe hacerse con hilos de oro y plata. Pero lo raro de la tela es que será invisible para todos aquellos que ocupen cargos que no le corresponden o que son rematadamente tontos.

El emperador pensó que no solamente llevaría el más sensacional de los trajes, sino que podría, además, saber quienes de sus ministros y consejeros ocupaban cargos que no merecían o que eran verdaderamente tontos. Dio orden para que, de inmediato, los dos farsantes se instalaran en palacio. Quería tenerlos cerca para informarse del progreso del tejido.

Pasó el tiempo y los dos tejedores, instalados en un ala del palacio donde nadie entraba, pedían continuamente que les proveyeran de hilos de oro y plata. Armaron allí el telar y simulaban tejer durante todo el día. Por supuesto, los hilos los guardaban cuidadosamente y nada había en el telar. Pero ellos hacían todos los movimientos del que teje, y, de vez en cuando, se irrumpían para contemplar la obra.

-¡Estupendo! ¡Maravilloso! –exclamaban.

Los curiosos que oían estas exclamaciones, las comentaban e informaban al emperador. Este se moría por ver la tela, pero debía esperar a que el trabajo estuviera adelantado. Un día, preso de impaciencia, encargó a su primer ministro que fuera a ver la tela. El buen hombre se dirigió a la habitación donde tejían los pillos, y por más que miraba y remiraba, no veía la famosa tela. Entonces le invadió un miedo terrible. ¿Sería tonto de remate? ¿Estaría ocupando un puesto que no merecía? Alguna de estas cosas debía ser, porque de otra manera vería la tela. Y convencido de que algo de eso sucedía, fingió asombrarse ante la hermosura del género.

-¡Estupendo! –exclamó-. ¡Esto es realmente digno del emperador! Corro a informarle que estáis tejiendo una tela soberbia.

Y luego, con fingido entusiasmo, informó al emperador que la tela que aquellos artífices estaban tejiendo, era verdaderamente maravillosa.

Esta noticia aumentó la curiosidad del monarca que, día tras día, enviaba a un nuevo emisario para que le diera cuenta del avance del trabajo. Todos volvían con la misma admiración pintada en el rostro, y decían las mismas frases de elogio, porque les dominaba el miedo de confesar que nada veían.

Por fin, los tejedores anunciaron que el tejido estaba concluido y que deseaban tomar medidas a su majestad para la confesión del traje. El emperador se hizo tomar medidas, lleno de orgullo al poder deslumbrar a sus invitados con un traje jamás visto.

Llegó el momento en que los pillos anunciaron que el traje estaba listo, y haciendo como que lo sacaban de un cofre, simularon que lo exhibían a los ojos del monarca. No hubo uno solo de los cortesanos que no lanzara estas exclamaciones:

-¡Bellísimo! ¡Hermoso! ¡Inigualable!
El emperador no sabía que cara poner, porque, en verdad, él no veía absolutamente nada. Pero luego comprendió que tenía que fingir o de lo contrario todos creerían que era tonto o que no merecía ser monarca.

-¡Magnifico!... –murmuró con voz ahogada.
Y no tuvo más remedio que dejarse desnudar, quedándose en calzoncillos. Los falsos sastres hicieron como que vestían a su majestad, y cuando dieron por terminada su tarea, le invitaron a que se mirase en el espejo. Y, por más que se miraba y remiraba, no lograba ver el traje; pero sí su busto desnudo y los calzoncillos con pintas rojas. Luego los pillos se inclinaron y le dieron paso. Y así salió el emperador por entre la doble fila de cortesanos, hasta llegar a su carruaje descubierto.

Arrancó el coche, y pronto las exclamaciones que antes se habían oído en palacio, empezaron a escucharse por todo el trayecto:
-¡Qué traje tan soberbio! ¡Jamás se ha visto una tela igual! ¡Nuestro emperador está elegantísimo!
Es que nadie quería confesar que no veía la tela, por no quedar como un tonto o como un incapaz. El monarca estaba empezando a creer que sólo él no veía el traje, cuando ocurrió algo singular. Había entre la multitud una mujer del pueblo que, al pasar el emperador, levantó a su niño en brazos para que lo viera mejor. Y el pequeño que no sabía nada de las virtudes de la tela, gritó:

-¡El emperador está en calzoncillos!
Todos se rieron, no obstante el respeto que sentían por su monarca. En efecto, aquel niño decía la verdad; el emperador se paseaba en calzoncillos.

El monarca enrojeció de cólera y de vergüenza. Se suspendió el desfile y el enfurecido soberano dio orden de arrestar a los dos pillos; pero éstos ya habían huido, llevándose el oro y la plata que les había entregado el vanidoso emperador. Desde entonces el monarca se curó de su manía, y nunca más volvió a dar importancia a sus atuendos.


Andersen