Hubo un país muy rico que estaba gobernado por
un poderoso emperador. Tenía fama de ser justo y bueno; pero poseía un defecto;
padecía de una desmedida afición por los vestidos. Era tanta su vanidad, que en
un mismo día cambiaba varias veces sus vestiduras.
Esta vanidosa afición le robaba mucho tiempo,
y distraía su función de gobernante. Pero sucedió algo que le curó para siempre
de su manía.
Iba a realizarse una fiesta muy importante y
el emperador deseaba ponerse un traje que deslumbrara a cuantos concurrieran a
la ceremonia. Llamó a los más afamados sastres para elegir la tela y el modelo;
pero todo lo que le mostraron no lograba satisfacer plenamente su vanidad.
-¿Será posible –exclamaba el emperador –que no
podáis ofrecerme lo que yo necesito? Es preciso que yo deslumbre a los
asistentes.
Un cortesano se le acercó tímidamente y le
pidió permiso para dar su opinión.
-Señor –díjole-, ayer estaba yo en el puerto y
oí decir que habían llegado dos extraordinarios tejedores. Quizá éstos puedan
lograr confeccionar lo que vuestra majestad necesita.
El emperador, de inmediato, dio orden para que
le trajesen a aquellos dos hombres. En realidad, los tejedores no eran sino
unos pillos, que al saber la extraña manía del emperador, deseaban sacar
provecho de ella. Ya en presencia del monarca, se deshicieron en reverencias.
-Vuestra fama –empezó a decirles el emperador
–ha llegado hasta mi palacio. Pronto celebraremos una fiesta importante. ¿Qué
telas podéis ofrecerme para hacer el traje que debo llevar?
-¡Ah, señor! –contestó uno de los pillos-. La
tela con que ha de hacerse el traje que debe llevar vuestra majestad no ha sido
creada aún. Nadie la ha visto todavía, ni debe verla hasta que no sea
absolutamente vuestra. Esa tela debe ser hecha especialmente para usted, y para
hacerla, emplearemos un procedimiento secreto. Con esa tela le haremos un traje
que será la admiración de todos. El emperador se llenó de orgullo y
satisfacción al oír estas palabras que le dijo el falso sastre.
-Está bien –dijo por respuesta-, sólo falta
ahora que me digáis en qué consiste lo raro de esa tela y qué necesitáis para
tejerla.
-Señor, la tela es, en sí, maravillosa. Debe
hacerse con hilos de oro y plata. Pero lo raro de la tela es que será invisible
para todos aquellos que ocupen cargos que no le corresponden o que son
rematadamente tontos.
El emperador pensó que no solamente llevaría
el más sensacional de los trajes, sino que podría, además, saber quienes de sus
ministros y consejeros ocupaban cargos que no merecían o que eran
verdaderamente tontos. Dio orden para que, de inmediato, los dos farsantes se
instalaran en palacio. Quería tenerlos cerca para informarse del progreso del
tejido.
Pasó el tiempo y los dos tejedores, instalados
en un ala del palacio donde nadie entraba, pedían continuamente que les proveyeran
de hilos de oro y plata. Armaron allí el telar y simulaban tejer durante todo
el día. Por supuesto, los hilos los guardaban cuidadosamente y nada había en el
telar. Pero ellos hacían todos los movimientos del que teje, y, de vez en
cuando, se irrumpían para contemplar la obra.
-¡Estupendo! ¡Maravilloso! –exclamaban.
Los curiosos que oían estas exclamaciones, las
comentaban e informaban al emperador. Este se moría por ver la tela, pero debía
esperar a que el trabajo estuviera adelantado. Un día, preso de impaciencia,
encargó a su primer ministro que fuera a ver la tela. El buen hombre se dirigió
a la habitación donde tejían los pillos, y por más que miraba y remiraba, no
veía la famosa tela. Entonces le invadió un miedo terrible. ¿Sería tonto de
remate? ¿Estaría ocupando un puesto que no merecía? Alguna de estas cosas debía
ser, porque de otra manera vería la tela. Y convencido de que algo de eso
sucedía, fingió asombrarse ante la hermosura del género.
-¡Estupendo! –exclamó-. ¡Esto es realmente
digno del emperador! Corro a informarle que estáis tejiendo una tela soberbia.
Y luego, con fingido entusiasmo, informó al
emperador que la tela que aquellos artífices estaban tejiendo, era
verdaderamente maravillosa.
Esta noticia aumentó la curiosidad del monarca
que, día tras día, enviaba a un nuevo emisario para que le diera cuenta del
avance del trabajo. Todos volvían con la misma admiración pintada en el rostro,
y decían las mismas frases de elogio, porque les dominaba el miedo de confesar
que nada veían.
Por fin, los tejedores anunciaron que el
tejido estaba concluido y que deseaban tomar medidas a su majestad para la
confesión del traje. El emperador se hizo tomar medidas, lleno de orgullo al
poder deslumbrar a sus invitados con un traje jamás visto.
Llegó el momento en que los pillos anunciaron
que el traje estaba listo, y haciendo como que lo sacaban de un cofre,
simularon que lo exhibían a los ojos del monarca. No hubo uno solo de los
cortesanos que no lanzara estas exclamaciones:
-¡Bellísimo! ¡Hermoso! ¡Inigualable!
El emperador no sabía que cara poner, porque,
en verdad, él no veía absolutamente nada. Pero luego comprendió que tenía que
fingir o de lo contrario todos creerían que era tonto o que no merecía ser
monarca.
-¡Magnifico!... –murmuró con voz ahogada.
Y no tuvo más remedio que dejarse desnudar,
quedándose en calzoncillos. Los falsos sastres hicieron como que vestían a su
majestad, y cuando dieron por terminada su tarea, le invitaron a que se mirase
en el espejo. Y, por más que se miraba y remiraba, no lograba ver el traje;
pero sí su busto desnudo y los calzoncillos con pintas rojas. Luego los pillos
se inclinaron y le dieron paso. Y así salió el emperador por entre la doble
fila de cortesanos, hasta llegar a su carruaje descubierto.
Arrancó el coche, y pronto las exclamaciones
que antes se habían oído en palacio, empezaron a escucharse por todo el
trayecto:
-¡Qué traje tan soberbio! ¡Jamás se ha visto
una tela igual! ¡Nuestro emperador está elegantísimo!
Es que nadie quería confesar que no veía la
tela, por no quedar como un tonto o como un incapaz. El monarca estaba
empezando a creer que sólo él no veía el traje, cuando ocurrió algo singular.
Había entre la multitud una mujer del pueblo que, al pasar el emperador,
levantó a su niño en brazos para que lo viera mejor. Y el pequeño que no sabía
nada de las virtudes de la tela, gritó:
-¡El emperador está en calzoncillos!
Todos se rieron, no obstante el respeto que
sentían por su monarca. En efecto, aquel niño decía la verdad; el emperador se
paseaba en calzoncillos.
El monarca enrojeció de cólera y de vergüenza.
Se suspendió el desfile y el enfurecido soberano dio orden de arrestar a los
dos pillos; pero éstos ya habían huido, llevándose el oro y la plata que les
había entregado el vanidoso emperador. Desde entonces el monarca se curó de su
manía, y nunca más volvió a dar importancia a sus atuendos.
Andersen
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