25 ago 2011

La danza de las doce princesas


Cuentan de un rey que tenía doce hermosas hijas. Dormían en doce camas en una misma habitación, cuyas puertas se cerraban cuidadosamente con llave todas las noches, tan pronto como las princesas se acostaban. A pesar de esta precaución, y de los guardianes que el rey había puesto para vigilar el dormitorio, nadie supo explicar nunca un hecho extraordinario: todas las mañanas los zapatitos de las princesas aparecían completamente gastados, como si hubieran bailado con ellos toda la noche.

Preocupado el rey por aquel misterio, mandó pregonar por todo el país que daría una de sus hijas por esposa, y además nombraría heredero del trono, a quien le descubriera el secreto e indicara el lugar en que las princesas bailaban durante la noche; pero hizo saber que castigaría con la muerte al que, después de intentarlo, tardarse más de tres días y tres noches en dar una explicación.

Atraído por la recompensa, pronto se presentó el hijo de un rey. Le recibieron dignamente y se le dio una habitación contigua a la sala en que dormían las princesas. Pasó las primeras horas de la noche en vela y vigilando, con las puertas de su habitación abiertas de par en par. Sin embargo, se dejó dominar pronto por el sueño y, al despertar a la mañana siguiente, comprobó con tristeza que las princesas habían pasado la noche danzando, pues las suelas de sus zapatitos estaban llenas de agujeros. Lo mismo le sucedió la segunda y tercera noche; y como hubiera pasado el plazo convenido sin que descubriera el secreto, el rey lo mandó decapitar. Igual suerte corrieron otros muchos jóvenes que acudieron a probar fortuna.

Un día llegó a los dominios del rey un viejo soldado. Al atravesar un bosque, se encontró con una anciana que le preguntó adónde iba.
- Voy a descubrir dónde danzan las princesas, para llegar a ser rey.
- Muy bien – le contestó la anciana -; no es empresa difícil. Solamente ten cuidado de no probar el vino que te ofrecerá una de las princesas y fíngete profundamente dormido antes de que se aleje de tu lado.

Después le dio una capa y añadió:
- Cuando te pongas esta capa, te harás invisible y podrás seguir a las princesas por todas partes.

El viejo soldado le dio las gracias y se encaminó a presencia del rey, quien ordenó le entregaran vestidos cortesanos. Por la noche, los servidores del palacio lo acompañaron a la cámara contigua a la de las princesas. La mayor de ellas llegó en el momento en que el soldado se tendía en el lecho; le ofreció con mucha gentileza una copa de licor. Aceptó el soldado sonriente, se la llevó a los labios y luego, con disimulo, vertió su contenido en el suelo.

Se acostó después y, como si estuviera profundamente dormido, comenzó a roncar. Apenas lo oyeron las confiadas princesas, estallaron en risas y burlas; se levantaron de sus lechos, abrieron los cofres donde guardaban sus trajes más lujosos y se vistieron con ellos.
A continuación se acercaron al soldado que, inmóvil, continuaba roncando. Las princesas se creyeron seguras.

Entonces la mayor dio unas palmadas y su propio lecho se hundió en el suelo, dejando al descubierto una trampa. El soldado vio cómo, una detrás de otra, las princesas iban desapareciendo por ella. Se levantó, y cubriéndose con la capa que le había regalado la anciana del bosque, comenzó a seguirlas.

Al llegar al pie de la escalera se encontraron en un delicioso bosque, con árboles cuyas hojas de plata despedían brillantes reflejos. El soldado arrancó una ramita como testimonio de aquella aventura. De allí pasaron a un bosque, cuyos árboles tenían hojas de oro, y siguieron a un tercero con follaje esmaltado de fúlgidos brillantes: de uno y otro el soldado cortó también ramitas. Las princesas continuaron su camino sin detenerse. De pronto apareció ante ellas un extenso lago con doce barquitas deslizándose cerca de la orilla y conducidas por doce bellos príncipes, que las esperaban impacientes. Cada princesa subió a una barca y el soldado, invisible, pudo saltar sin que nadie se diera cuenta, a la ocupada por la princesa más joven. Mientras bogaban por el lago, el príncipe dijo a la princesa:

- No lo comprendo. Remo con todas mis fuerzas y apenas avanzamos. Parece que la barca pesa más que en otras ocasiones.

- Quizá sea el calor – le respondió la princesa.
En la orilla opuesta se elevaba un castillo de grandes ventanales a través de los cuales podían oírse una alegre música. Al llegar frente a él saltaron todos a tierra y entraron a los salones, donde las princesas se pusieron a bailar con sus acompañantes.

Danzaron hasta las tres de la madrugada, pero cuando vieron que sus zapatitos estaban destrozados, decidieron volver a sus habitaciones. Los príncipes las acompañaron en sus barcas hasta la orilla opuesta. Se despidieron con la promesa de volver a encontrarse a la noche siguiente.

Cuando las princesas llegaron a la escalera secreta del palacio, el soldado se les adelantó y se acostó inmediatamente. Poco después aparecieron las doce hermanas que, de puntillas y sin aliento, se acercaron a la cama del soldado. Al oírle roncar, exclamaron tranquilizadas:
- Todo ha sucedido tal como esperábamos.
Luego, guardaron sus lujosos vestidos, se quitaron los zapatos y se tendieron fatigadas en sus lechos.

A la mañana siguiente, el soldado nada contó de lo sucedido. Por el contrario, decidió continuar tan extraña aventura. Así lo hizo la segunda y tercera noche, apoderándose en esta ocasión de una copa de oro como prueba de su presencia en el castillo.

Llegó finalmente el momento de exponer al rey el resultado de sus investigaciones, y al ser conducido a su presencia llevó consigo las tres ramas y la copa de oro.
El rey preguntó al soldado: - ¿Dónde danzan mis doce hijas durante la noche?
- Bailan con doce príncipes en un castillo construido bajo tierra – respondió el soldado sin titubear.

Le refirió después todo lo que había visto y mostró las tres ramas y la copa de oro como prueba de ello. Entonces llamó el rey a las princesas y les preguntó si el soldado decía la verdad. Al verse descubiertas lo confesaron todo. El rey, muy satisfecho, preguntó al soldado a cuál de ellas escogía por esposa.
- Majestad – le respondió éste -, como no soy muy joven, elijo a la mayor.Aquel mismo día se casaron y el soldado fue proclamado heredero de la corona real.


Hnos. Grimm

El reparto de la comida



Un joven que llamó a la puerta de una posada, fué invitado a comer con el dueño, su esposa, sus dos hijas y sus dos hijos.

Sentados todos a la mesa, sirviéndose cinco palomas y una gallina, rogando entonces el dueño al joven que hiciese la distribución.

Repartió una paloma entre los dos hijos, otra entre las dos hijas, una tercera entre los dos padres, y él reservóse las dos restantes.

El posadero quedó asombrado de tal sistema de distribución; pero, no obstante, se abstuvo de decir nada. Llegado el momento de servir de la gallina, fué invitado el forastero a partirla, y dar a cada uno su parte, lo que hizo el joven con la mayor satisfacción; dió al dueño y su esposa la cabeza, una pierna a cada uno de los hijos y un alón a cada una de las hijas, y pusose él toda la pechuga y cuerpo en su plato.

El dueño no pudo aguantar más y pidió al joven una explicación acerca de tan original modo de repartir los manjares.
-He hecho el reparto que he creído más equitativo –contestó el aludido. –Usted, su mujer y una paloma suman tres; otra paloma y sus dos hijos suman también tres, lo mismo que la tercera paloma y sus dos hijos; para obtener la misma suma yo necesitaba dos palomas; he aquí la explicación. Y referente a la gallina la aclaración es sumamente fácil también: -ustedes, dijo –dirigiéndose al matrimonio –son la cabeza de la familia, y por ello les di la cabeza de la cabeza de la gallina; a sus hijos, que son el sostén. Les serví los muslos, y a las hijas, porque han de casarse y extender sus alas volando lejos de la casa, les serví los alones de la gallina; quedó el resto para mí, por tener la pechuga una forma parecida a la de un buque, toda vez que en un navío vine a este país y en otro pienso volver a mi hogar.

El camino del cielo


Este era un padre muy pobre que no podía mantener a sus tres hijos; y por eso tuvo que decirles, con todo el dolor de su corazón, que se fuesen por el mundo a ganarse la vida. Y les prometió que al primero que se levantare por la mañana del siguiente día, le daría la torta más grande de las tres que había hecho; al que se levantara segundo, la mediana, y al que se levantara último, la más pequeña de todas.

Los muchachos se fueron a dormir, y al día siguiente se levantó primero el mayor y recibió la torta más grande; luego lo hizo el segundo, y recibió la torta mediana; y el más pequeño de los tres, que se levantó último, le dio la torta más chica.

El padre les dio la bendición y les recomendó que fuesen buenos y honrados y siguiesen el camino recto, que es el camino que conduce al cielo.

El mayor encontró en el camino una mujer muy pobre que llevaba un niñito en brazos, que le dijo:

- Jovencito, ¿quieres darme un pedacito de torta para mi hijito que llora de hambre?

- Primero se lo daría a un perro y no a usted – contestó el joven. Y echó a andar. Mas, apenas hubo dado unos pasos, preguntóle:

- ¿Podría indicarme el camino del cielo?

- Sigue este sendero y al final encontrarás tres caminos: uno a la derecha, otro en el medio y otro a la izquierda. No tomes el primero ni tampoco el segundo, sino el último, al final del cual verás una puerta roja; llama y llegarás adonde te corresponde -respondió la mujer.

El segundo hijo siguió su camino y también encontró a la mujer con un niño en brazos, que le dijo:

- Jovencito, ¿quieres darme un pedacito de torta para este hijito mío, que llora de hambre?

- Os lo daría, pero tengo que recorrer un largo camino y apenas tendré suficiente para mí.

Y echa a andar, pero piensa de pronto:

- Quizá esta mujer pueda indicarme el camino del cielo. Y volviendo sobre sus pasos, va y se lo pregunta. La mujer le contesta:

- Sigue andando y, cuando llegues al final de este sendero, encontrarás tres caminos: uno a la derecha, otro en el medio y otro a la izquierda. No tomes el primero, ni tampoco el último, sino el segundo, al final del cual verás una puerta amarilla. Llama y llegarás adonde te corresponde.

Y el hijo menor encontró también a la mujer con el niñito en brazos, que le dijo:

- Muchachito, ¿quieres darme un pedacito de tu torta para mi hijito que llora de hambre?

Y el muchacho le dijo:

- Un pedacito no, buena mujer, sino la torta entera. Y la mujer le dio un beso y un abrazo de agradecimiento. Y como él le preguntó si podría indicarle el camino del cielo, ella contestó:

- Sigue caminando y, cuando llegues al final de este sendero, hallarás tres caminos. No tomes sino el de la derecha, al final del cual verás una puerta blanca. Llama y encontrarás lo que deseas.

Y los hermanos camina que camina. El mayor llegó y vio los tres caminos y, recordando el consejo de la mujer, siguió el de la izquierda y llamó a la puerta roja, que se abrió al instante con gran estrépito, y salieron muchas llamas rojas y una multitud de demonios que a rastras lo llevaron adentro, que era donde le correspondía estar.

El segundo llegó después, tomó el camino del medio y llamó a la puerta amarilla, como le había dicho la mujer. Y al punto sintió un gran frío y se encontró e el purgatorio.

Y cuando llegó el menor, tomó el camino de la derecha y llamó a la puerta blanca. Apenas hubo llamado, se oyeron voces dulcísimos de ángeles, y todo apareció resplandeciente de luces y de rosas. Y en medio de ellas estaban la mujer y el niño, que eran la Virgen María y el buen niño Jesús que lo recibieron en sus brazos abiertos.

El muchachito bueno y caritativo había encontrado el camino del cielo. Se lo merecía.


Del folclore español

La alforja encantada


Hubo, una vez, un hombre que tenía una esposa muy pendenciera y mal hablada. Por una nadería, ella lo abrumaba a insultos, y si él replicaba, era atacado con lo que ella tuviese a la mano.
Sólo se sentía feliz cuando él le traía piezas de caza; de modo que al pobre no le quedaba más que ir a cazar conejos y pájaros.

Un día salió él al campo y cogió una grulla.

- ¡Qué suerte la mía! –pensó-. Cuando vea mi mujer esta grulla, la mate y la ase, dejará de molestarme.

- Déjame vivir en libertad y te consideraré como un buen padre –le dijo la grulla adivinando su pensamiento.

Compadecido el hombre, soltó a la grulla; pero al volver a casa con las manos vacías, su mujer lo hartó de insultos. Por lo que al amanecer se fue al campo y vio a la grulla que se le acercaba con una alforja en el pico.

- Ayer me diste la libertad –dijo la grulla- y hoy te traigo este regalito. Ya me lo agradecerás…. ¡Mira!

Dejó la alforja en el suelo y gritó:

- ¡Los dos afuera!

De inmediato, saltaron de la alforja dos jóvenes, que en un santiamén sirvieron una mesa llena de manjares. El hombre se hartó de comer viandas tan exquisitas.

- ¡Los dos a la alforja! –gritó luego la grulla, y los jóvenes, mesa y manjares desaparecieron.

- Llévale esta alforja a tu mujer y estará feliz –volvió a hablar la grulla.

El hombre le dio las gracias y se fue a casa. Pero, de pronto, le dieron locos deseos de mostrar antes a su madrina la alforja prodigiosa, y fue a verla.

- Dame, madrina, algo de comer –le dijo.

- La señora le dio lo que tenía en su despensa, pero el ahijado hizo una mueca de disgusto y dijo a su madrina:

- ¡Vaya una comida tan pobre! Mejor es lo que traigo en la alforja. Voy a invitarte un suculento banquete… ¡Los dos afuera! –gritó, y al instante salieron los dos jóvenes que sirvieron la mesa con los sabrosos bocados.

La madrina y sus hijas comieron hasta decir: ¡basta!...

Pero en la mente de la señora nacieron malas ideas, pues pensó apropiarse de la mágica alforja del ahijado.

-Mi querido hijo de pila: veo que te convendría un buen baño tibio –le dijo socarronamente.

El ahijado aceptó de mil amores; colgó la alforja y se fue a bañar. Mientras, la madrina ordenó a sus hijas que cosiesen aprisa una alforja idéntica a la de marras, y cuando estuvo lista, la cambió por la que estaba colgada.

El buen hombre no advirtió el cambio, cogió la falsa alforja y se marchó feliz rumbo a su casa.

- ¡Mujer, mujer, felicítame por el regalo que me ha hecho la grulla! –llamó a gritos a su esposa.

La mujer lo miró, pensando: “Ha bebido tanto, que le rebosa el licor. ¡Ya le enseñaré a emborracharse!”.

- ¡Los dos afuera! –gritó el hombre, poniendo la alforja en el suelo. Pero nadie salió de la alforja y, entonces, gritó con más fuerza:

- ¡¡Los dos afuera!!

Como nadie saliera, la mujer cogió una escoba y se dirigió como una fiera contra su esposo, el que puso pies en polvorosa. Este pensó que yendo donde la grulla, quizá ésta le diese otra alforja. En efecto, la grulla lo esperaba con otra alforja, y le dijo:

- Aquí tienes otra alforja, que te servirá como la primera.

El hombre la recibió feliz y se volvió a casa corriendo. Pero le asaltó una duda: “Si esta alforja no fuese como la primera, mi mujer me molerá a palos. Vamos a probarla”. La puso en el suelo y gritó:

- ¡Los dos afuera!

De inmediato salieron de la alforja dos robustos jóvenes con sendos garrotes y se pusieron a apalearlo, gritando:

- ¡No vayas donde tu madrina ni te dejes engañar, tonto!

Y siguieron dando garrotazos al hombre, hasta que éste gritó: “¡Los dos adentro!”. De inmediato los jóvenes se metieron en la alforja. Luego, el hombre se dirigió a casa de su madrina, colgó la alforja y dijo:

- Te agradeceré me des un baño caliente, madrina.

Accedió ella y el hombre se encerró en el cuarto de baño. La mujer llamó a sus hijas, las hizo sentar y gritó: “¡Los dos afuera!”, emergiendo los dos robustos jóvenes, que empezaron a moler a palos a las mujeres, gritando: “¡Devolved al hombre su alforja que cambiasteis!”.

La madrina ordenó a sus hijas que devolviesen la alforja a su ahijado. Este, entonces, salió del cuarto de baño y gritó: “¡Los dos a la alforja!”. Los dos jóvenes de los garrotes desaparecieron. El ahijado cogió las dos alforjas y se fue a casa. Entonces gritó:

- ¡Los dos salgan de la alforja!

- Al instante los jóvenes salieron de la alforja y sirvieron la mesa con los más apetitosos platos. La mujer comió, bebió y se tornó tierna y sumisa. Mientras esto hacía la mujer, el marido escondió la alforja buena. Entonces la mujer, llena de curiosidad, quiso probar por ella misma y gritó: “¡Los dos afuera!”. Y salieron los robustos jóvenes que molieron a palos a la mujer.

Desde entonces, ella trató con dulzura a su marido, pues había recibido una fuerte y dura lección.

Del Folklore Ruso

La vendedora de fosforos

Era víspera de año nuevo y todos marchaban apresurados por las calles, llevando paquetes de golosinas bajo el brazo. La noche de invierno era fría y la nieve caía copiosamente.
Todos pasaban felices, pensando en la fiesta que iban a efectuar en sus casas. Todos, menos una pobrecita niña vendedora de fósforos, quien por desgracia, había perdido las zapatillas viejas de su mamá al correr para salvarse del atropello de un automóvil.

La nieve que cayó sobre su rubio cabello lo había ondulado graciosamente en torno a su cara. Dentro de su roto delantal, llevaba unas cuantas cajas de fósforos, que ofrecía a los que pasaban, pero éstos no le hacían ningún caso. Entonces, ella marchó sin rumbo, fijando su vista en los atrayentes escaparates llenos de cosas riquísimas. De tanto caminar se sintió muy cansada y se sentó en un tibio rincón de una calle. No podía regresar a casa, porque como no había vendido una sola caja de fósforos, tenía miedo que su padre le pegase. Además, en su casa no habría ninguna cena, y allá sentiría tanto frío como en la calle, ya que el viento se colaba por todas las rendijas.

Como las manos de la niña estaban heladas, ésta pensó que encendiendo un fósforo sentiría algo de calor. Sacó un fósforo y lo frotó sobre una piedra. ¡Riis!, se encendió la cabecita del fósforo, y a su brillante luz cambió por completo el miserable aspecto del rincón en el que se guarecía la pobre niña. La pequeña se imaginó que estaba sentada cerca de una gran estufa, y ¡qué bien se sentía el calor! Este reanimaba sus ateridos miembros; pero… se apagó la cerilla y la ilusión se acabó.

La niña sacó otra cerilla y la frotó sobre la piedra. ¡Riis!, y la luz esta vez fue tan brillante, que la pared de la casa se hizo transparente, y la niña se vio sentada, junto con otros niños que eran hijos de la familia que habitaba la casa, alrededor de una espléndida mesa que estaba llena de exquisitos manjares.

Cuando la niña se disponía a empuñar su tenedor, se apagó la segunda cerilla. La niña encendió un tercer fósforo y se vio al pie de un árbol de navidad lleno de luces; pero una ráfaga de viento apagó la cerilla y las luces del árbol ascendieron al cielo.

- Alguien se muere – pensó la niña, al ver que una estrella corría por el firmamento, pues había oído decir a su abuelita que cuando hay lluvia de estrellas, es porque éstas bajan a la tierra a llevarse el alma de quienes mueren.

Un cuarto de fósforo produjo una claridad azulada, en cuyo centro estaba su abuelita que había muerto hace tiempo. Y la dulce viejecita la miraba cariñosamente.

- Abuelita – le dijo la niña -, llévame contigo. No me dejes aquí, que me estoy muriendo de frío.

La abuela cogió a la niña en sus brazos y subió al cielo con ella. Allí ya no tendría frío y ya no sufriría…

Los asistentes a los bailes, que por la madrugada retornaban a sus casas, encontraron el cuerpo de la pequeña vendedora de fósforos, que había muerto de frío.

Su hermosa carita inocente mostraba una felicidad que nadie comprendió, porque nadie había visto las cosas que ella contempló, sólo ella, a la luz mortecina de las cerillas de fósforos.


Andersen

Federico y Catalina


Apenas se miraron, Federico y Catalina quedaron prendados el uno del otro. Sucedió lo que se llama “amor a primera vista”. Y, como era de esperarse, se casaron. Como se querían, se llevaban muy bien, no obstante que Federico se dio cuenta pronto que su consorte era tonta.

Tuvo necesidad él de salir al campo a trabajar, y entonces encargó a su mujer:

- Catalina: debo salir al campo. Regresaré tarde, y espero que tengas lista la cena para cuando vuelva.

Así lo prometió su mujer, y Federico partió con la azada al hombro. Al caer la tarde, Catalina se dispuso a hacer la cena. Tomó un fresco trozo de carne y lo puso al fuego para que se cocinara bien. De pronto, le asaltó un pensamiento.

- Mientras la carne termina de asarse, iré al sótano a buscar cerveza. Así ganaré tiempo, y cuando mi marido vuelva, estará todo listo en la mesa.

Tomó una jarra y bajó al sótano, donde, en un tonel, guardaban cerveza. Estaba cayendo el líquido por la cañería, cuando a Catalina le asaltó otro pensamiento:

- ¡Qué horror! – gritó -. He dejado la carne asándose y si entra el perro puede llevársela. ¡Qué diría, entonces, Federico!

Llena de temor, corrió escaleras arriba y halló que, en efecto, el perro huía con el trozo de carne en el hocico. Catalina no pudo darle alcance y, desolada y sin poder hacer nada por su comida, volvió al sótano. Aquí algo peor la esperaba: como olvidó cerrar la llave del barril, la cerveza corría por el piso, dejando vacío el depósito.

Catalina pensó arreglarlo todo echando un poco de harina al suelo para que absorbiese la cerveza. Así lo hizo, pero con tan mala suerte, que volcó la jarra con cerveza.

Catalina, ante tanta desdicha, sólo abrigaba la esperanza de que su marido, por el amor que le tenía, la disculparía.

Cuando por la noche llegó el marido, cansado y hambriento, y preguntó por su cena, Catalina suspiró, le dio un beso y le hizo el relato punto por punto.

- ¿De modo – dijo Federico – que has perdido la carne, volcaste la cerveza y has estropeado la harina?

- Pero Federico – protestó la mujer -, si hice mal, tú tienes la culpa. Debiste decirme antes lo que debía hacer.

El marido trató de serenarse. Después de todo, su mujer era una niña y él debía enseñarle a proceder. A los pocos días, deseando ser prudente, puso en un bolso unas monedas de oro ganadas en su trabajo y le dijo a Catalina:

- He puesto aquí unos botones amarillos. Voy a enterrar este bolso en el jardín para que no se pierda. Pero no te acerques nunca a ese lugar y no saques esto de allí.

Catalina así se lo prometió. Pero sucedió que, estando Federico ausente, pasaron por la casa dos pillos que vendían cacerolas y las ofrecieron a la mujer. Ella contestó que no podía comprar nada, porque su marido no le dejaba nunca dinero.

- Todo cuanto tengo – dijo – son unos botones amarillos que mi marido enterró en el jardín.

Los pícaros quisieron ver de qué se trataba. Catalina les indicó el sitio, con mucho cuidado de no acercarse, como lo había prometido, y cuando vieron que eran relucientes monedas de oro los tales “botoncitos”, guardaron el bolso para sí y partieron dejándole, en cambio, sus cacerolas.

Cuando su marido volvió, ella se las mostró. Pero él quiso saber cómo las había pagado y ella le hizo todo el relato, cuidando de destacar bien que ella no se había acercado para nada al lugar, ni había desenterrado los botones. El pobre hombre no tuvo más remedio que tirarse de los cabellos.

- Si procedí mal, tú tienes la culpa. Debiste advertírmelo antes.

Le pareció juiciosa la determinación de su mujer, y se dispuso a correr tras los pillos. Previendo una ausencia larga, Federico ordenó a su mujer que llevara pan, mantequilla y queso.

Habían caminado mucho, cuando llegaron al pie de una colina. Empezaron a subirla, pero el sendero era tan estrecho, que Catalina advirtió que los árboles de la orilla tenían trozos del tronco arrancados por los carros que pasaban. Le dio pena y para curarles untó con mantequilla los huecos de los árboles heridos. Así gastó toda la mantequilla y, ocupada en esta tarea, uno de los quesos que llevaba en su bolsillo escapó y rodó colina abajo. No pudo recuperarlo, y entonces sintió pena por el otro queso que iba a quedarse tan solo. De modo que, deseando que fuera a encontrar a su compañero, lo envió camino abajo por el sendero. Muy satisfecha de su buena acción, siguió cantando detrás de su marido.

Poco después, Federico sintió hambre y pidió comida. Ella sacó de la bolsa un trozo de pan y se lo dio.

- Dame mantequilla y queso – dijo.

Cuando Catalina le explicó todo lo que había hecho con la mantequilla y el queso, él creyó que se moría. ¿Era posible que su mujer fuera tan tonta?

- Yo no tengo la culpa, Federico. Debiste advertírmelo. Trató él de calmarse; pero, de pronto, le asaltó un pensamiento. Preguntó a su mujer si al salir había cerrado la puerta de la casa, y ella contestó que no. Federico le ordenó, entonces, que fuera a asegurarla, de paso que traía más provisiones. Obedeció la mujer y volvió a casa, donde sólo encontró nueces y vinagre. Sacó estas provisiones y al salir pensó: “El me dijo que asegurara la puerta. De modo que me la llevo”. Quitó las bisagras, cargó la puerta al hombro y volvió junto a Federico.

Cuando el marido la vio cargada con aquel peso, puso el grito en el cielo. No solamente había dejado la casa abierta, sino que aquel peso les estorbaría en el camino. Y, muy enojado dijo:

- ¡Puesto que has sido tan tonta, carga tú con la puerta!

- Está bien. Pero no será justo que lleve yo también las nueces y el vinagre. Que los lleve la puerta.

De este modo, Catalina cargó con la puerta, las nueces y el vinagre. Federico la dejó hacer pensando que algún día cambiaría su mujer. Como les llegara la noche, decidieron esperar la llegada del día subidos en un árbol.

Estaban por dormirse, cuando sintieron voces debajo del árbol. Miraron cautelosamente y vieron, con sorpresa, que eran los dos pillos que se habían apoderado de la bolsa de oro. Catalina comenzó a sentir que llevaba mucho peso encima. Suplicó a su marido que sacase las nueces, y Federico comenzó a arrojarlas con furia sobre las cabezas de los facinerosos, quienes, asustados, dijeron: “¡Está granizando!”

Al poco tiempo, Catalina quiso librarse del peso del vinagre y así se lo suplicó a su marido. Federico lo arrojó desde lo alto del árbol y los bandidos dijeron: “¡Está lloviendo!”

Catalina dijo que ya no podía soportar el peso de la puerta y Federico arrojó la puerta sobre los pillos, con inmensa furia. Los bandidos huyeron enloquecidos, pidiendo socorro a gritos. Pero en la huida dejaron el bolsito con las monedas de oro que habían robado. Cuando bajaron del árbol Catalina y Federico, comprobaron que su oro estaba completo y se dieron un fuerte abrazo. Federico reflexionó: “¡Qué mayor felicidad! Recuperar el dinero intacto aunque la mujer sea tonta”.


Hnos. Grimm