20 ago 2010
Hans Christian Andersen
"Mi vida es un bello cuento. Si, niño aún, pobre y solitario, me hubiese encontrado en mi camino con un hada poderosa que me hubiese dicho "¿Qué quieres ser? Escoge tu carrera, que yo te aconsejaré y guiaré", mi destino no habría sido más dichoso ni ordenado más sabiamente."
Cuando Hans Christian Andersen proclamaba así la satisfacción que sentía por haber llevado a su antojo la vida que amaba, sin duda el éxito había ya coronado sus esfuerzos, hasta el punto de hacerle olvidar el amargo sabor de la pobreza y de la soledad. Nada menos brillante, en efecto, que la vida del hijo del zapatero de Odense, nacido el 2 de abril de 1805, en una familia de escasos recursos pero de imaginación tan vasta como el mundo. Los sueños del niño debieron de encontrar precoz aliciente en la atmósfera doméstica, pues muy temprano demostró evidente inclinación por la fantasía.
Los biógrafos califican a su padre de visionario, aunque quizá el buen hombre tan solo juzgara que su condición de artesano no era del todo satisfactorio. Lo cierto es que, fascinado por la epopeya napoleónica, abandonó a su familia y murió lejos de ella en 1816. Su mujer no tardó en casarse otra vez y el pequeño Hans quedó abandonado asi mismo. Dejó de asistir a la escuela de la aldea y se encerró en casa. Se construyó un teatro de titeres y dedicó su tiempo a fabricar trajes para sus muñecos y a leer todas las piezas de teatro que caían en sus manos, particularmente las de shakespeare. En la pascua de 1819 recibió la confirmación, ceremonia que en el siglo XIX señalaba la fecha en que un adolescente debía pensar en su futura carrera. Era en cierto modo el fin de la despreocupada e imaginativa infancia, el primer jalón en el camino hacia la madurez psicológica y profesional.
Andersen, pues, se dijo que era tiempo de escoger un oficio. Se tenía la idea de hacer de él un sastre, sin duda porque demostraba habilidad para confeccionar los trajes de sus muñecos. Pero no eran esos sus propósitos: él quería ser cantante de ópera. Decidió por si mismo su suerte y en setiembre de 1819 partió a Copenhague. Le creyeron loco, no fue admitido en ningún teatro y quedo practicamente reducido a la miseria. Como el patito feo que sus congéneres se niegan a aceptar, no logró hallar acomodo en ninguna parte. Felizmante, los músicos Weyse y Siboni, y después el poeta Guldberg, cobraron afecto a este curioso jovencito flaco y soñador. Sus esperanzas de triunfar en el "bel canto" se evaporaron, pero fue admitido como alumno en la escuela de Teatro Real. Allí encontró un protector que sería su amigo durante toda su vida: Jonas Collin, el director de teatro. Este intereso al rey por su suerte y Federico VI lo hizo entrar como becario en el gran liceo Slagelse, en 1822, tras haber publicado, sin ningún éxito, su primer libro de poemas: el fantasma del cementerio de Palnatoke. En el colegio mostró a la vez limitado e indisciplinado. No obstante, fue obligado a proseguir cinco años unos estudios que le pesaban, tanto en Slagelse como en Elsenor. Fueron, según sus propias palabras, los años más sombríos y amargos de su vida.
En fin, en 1827, Collin consintió en dar por terminada su educación y le permitió regresar a Copenhague. En la capital logró su primer éxito con el Paseo desde el canal de Holmen hasta la punta oriental de Amagre. Era un relato fantástico al que siguieron el mismo año, 1829, una farsa y una colección de poemas. Fue un rayo de sol, y no solo para él, sino también para sus amigos que, desalentados, comenzaban a pensar que sus dones de fantasía, imaginación y su vivacidad jamás darían sus frutos.
Desde hacía diez años Andersen erraba de oficio en oficio, de proyecto en proyecto. También empezó a errar de país en país. Se marchó a Suiza y trajo de allí un relato de viaje. Fue a Francia y escribió en París Inés y el tritón. Luego, Roma le proporcionó el marco para su novela El improvisador. Si estas obras, hoy casi olvidadas tuvieron a su aparición, entre 1833 y 1835, una acogida bastante favorable, no corrió lo propio con su primera colección de cuentos, editada en 1835, que cayó en el vacío y no obstante esos cuentos hicieron la gloria de su autor. Al parecer, el escritor estaba destinado a una incomprensión casi general. Sus compatriotas solo apreciaban su talento de novelista y de periodista, y ello, moderadamente. Y las mujeres a las que amaba no le correspondían. Se enamoró de Luisa, hija de su amigo Jonas Collin, y no supo atraérsela. Y, sobre todo, se prendó de una cantante célebre y adulada, Jenny Lind, el ruiseñor sueco. Esta joven había nacido en Estocolmo en 1820 y jamás había conocido otra vida que la del teatro. Alumna del conservatorio, había aparecido en la escena muy joven. Después empezó a cantar y logró su primer triunfo a los 18 años. cuando partió a París ya la conocía toda Europa, no tanto a causa de la belleza de su voz que aún no había llegado a su plenitud, sino por su talento de actriz sostenido por una convicción y una fe inquebrantable.
El encuentro de la famosa cantante con el hijo del zapatero solo condujo a torturar a este. Jenny era buena y sincera, pero jamás respondió a las esperanzas de su tímido pretendiente. Y Andersen viajó y escribió una vez más. En 1837 había publicado la mejor de sus novelas, Un simple campanero; después, entre 1840 y 1842, El libro de imágenes y Bazar de un poeta. Era famoso, tenía amigos ricos e influyentes, pero no era feliz. Hipersencible, sufría violentamente por cualquier crítica y se envanecía desmedidamente por todo su elogio. Orgulloso de su éxito, seguía vacilante e inseguro. Erraba de ciudad en ciudad, en busca de nuevas imágenes, sin descuidar por eso la redacción de sus cuentos, que lograron una acogida cada vez más favorable. Estuvo varias veces en Italia, en Francia y en Inglaterra, donde se le hacía más justicia que en su país. Así fue como, cuando pisó las costas británicas, Dickens y toda la alta sociedad inglesa lo recibieron triunfalmente.
El gran novelista inglés quiso acompañarlo y saludarlo cuando reembarcó en Ramsgate. El último de sus largos viajes le llevó hasta España y le inspiró el tema de sus mejores relatos de viaje: España y visita a Portugal. Deseando en extremo ser un buen novelista y hombre de teatro, escribía sin cesar. Pero para su gran sorpresa y no menor decepción, el público seguía prefiriendo aquellas de sus obras que él juzgaba inferiores: sus cuentos de hadas. De regreso a su país natal, en 1872, sufrió un accidente tonto: se cayó de la cama y se hirió de gravedad. No logró restablecerse del todo de su caída y murió tres años después.
El soñador adolescente de Odense había publicado una verdadera montaña de libros de todos los géneros: novelas, relatos de viajes, piezas teatrales, poemas, cuentos. Estos cuentos, ¿quién no los conoce? Fueron traducidos en el mundo entero, adaptados al teatro y el cine, leídos, contados, representados, mimados. El patito feo terminó, tras múltiples aventuras y grandes sufrimientos, por tornarse en cisne real que todos admiran y envidian. Mas la sirenita murió por el amor de su principe. Y Andersen, célebre y festejado, llevó durante toda su vida una herida en el corazón que nada pudo curarle: ni la gloria, ni el dinero, ni los cielos lejanos, ni siquiera el amor de los niños encantados por sus personajes.
¿Le habría hecho feliz ver que su sirena se había convertido en el emblema de su ciudad y de su país? ¿Le habría gustado mirarla, sentada sobre una roca, apoyada en una mano, dominando el puerto? Es muy posible que su ingenua vanidad se habría sentido halagada. Pero esa satisfacción de amor propio probablemente no hubiera curado las heridas de su corazón y colmado la satisfacción propia de su alma exigente y soñadora.
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